Llamado a las Armas
La vida en el ejército estadounidense
Por James M. McCaffrey
Al estallar la guerra contra México, el ejército estadounidense tenía sólo 8,600 hombres contando los oficiales, de los cuales, casi la mitad estaban asignados a la defensa de la frontera. Además, habían pasado más de treinta años desde la última guerra y, a excepción de aquéllos que tenían experiencia en la lucha contra los indios, la mayoría de los soldados carecía de experiencia en el combate. En respuesta a la escasez de hombres, el Congreso autorizó al Presidente a llamar a 50,000 voluntarios, quienes, después de recibir un entrenamiento mínimo, partieron rumbo a México.
Estas tropas adicionales eran necesarias para la victoria, pero si bien estaban sujetas a las mismas normas que los integrantes del ejército profesional, su llegada causó fricción entre los soldados regulares. En tiempos de paz, muchos veían al ejército como un lugar de refugio para aquellos hombres que no podían ganarse la vida honestamente en otro ámbito. Si bien la mayoría de los oficiales de carrera tenían formación profesional, los soldados rasos provenían de los estratos más bajos de la escala socioeconómica; aproximadamente el 40 por ciento eran inmigrantes y un tercio de ellos eran analfabetos. De repente, en ese momento, el hecho de pertenecer al ejército se puso de moda, y los soldados regulares resintieron la presencia de estos recién llegados por su falta de entrenamiento y su espantosa falta de disciplina.
Los voluntarios pronto comprendieron que ser soldado no era simplemente hacer ondear la bandera y obtener gloria militar. La comida muchas veces era mala, el alojamiento era primitivo y la amenaza de contraer enfermedades estaba siempre presente. La ración básica del soldado consistía en carne de res o de cerdo, pan duro (o harina de trigo o de maíz para hornear pan), arvejas (chícharos), frijoles o arroz, y un poco de sal, azúcar y café cuando había. Cada miembro del pelotón se turnaba para preparar la comida. A menudo, los diferentes ingredientes se ponían en una olla de campaña y se hervían durante horas hasta convertirlos en una sopa de fácil digestión. Había formas de complementar esta magra comida. Algunos probaron la cocina local, pero muchos la encontraron demasiado picante. Otros eran clientes de proveedores civiles que montaban su negocio donde fuera que estuviera el ejército. Muchos asaltaban jardines o huertos locales, aunque las normas del ejército prohibían estrictamente el saqueo de víveres. Los voluntarios pronto se ganaron una mala reputación por esta práctica.
A su llegada a México, la mayoría de las tropas vivían en tiendas de campaña de lona. Estas sencillas carpas, diseñadas para albergar a seis hombres y sus sacos de dormir, ofrecían mucha menor protección contra el viento y la lluvia que la cabaña de troncos más rudimentaria que había en Estados Unidos. A medida que la guerra avanzaba y las fuerzas estadounidenses ocupaban pueblos, los edificios del gobierno mexicano comenzaron a servir de cuarteles. La fiebre amarilla, la malaria, la disentería, la viruela, el sarampión y otras enfermedades más comunes en México azotaron constantemente a los soldados estadounidenses y mataron a muchos más de ellos que lo que lograron las balas de los mexicanos. La falta de atención a la higiene que mostraban muchos de los voluntarios los volvía particularmente susceptibles de contraer enfermedades. El tratamiento de los enfermos y los heridos en los hospitales del ejército era probablemente comparable al disponible en Estados Unidos. Los médicos del ejército eran, en promedio, tan capaces como su contraparte civil, pero el estado general del conocimiento médico era tal que los tratamientos ofrecidos no siempre eran beneficiosos para el paciente. Cuando los agotados cirujanos encontraban un soldado herido con una extremidad hecha pedazos por una bala de mosquete, a menudo no tenían tiempo para hacer mucho más que amputarla rápidamente antes de pasar al siguiente paciente.
En la marcha, los soldados estadounidenses viajaban con el menor peso posible porque cada gramo adicional dificultaba más su continuación en medio del calor y el polvo. Aun así, con un mosquete de más de cuatro kilos, municiones, una bayoneta, una cantimplora con agua, una mochila en la que llevaban comida y pequeños artículos personales y una manta, aun los soldados que llevaban lo más esencial muchas veces avanzaban con dificultad cargando treinta kilos o más de equipo.
Los soldados cuando estaban en el campamento tenían varias formas de reducir el aburrimiento. Algunos asistían a los fandangos mexicanos para buscar la compañía de mujeres jóvenes. Otros hallaban consuelo en la bebida, lo que solía llevarlos a contravenir las reglas militares. Los soldados que cometían delitos se enfrentaban a procesos en consejos de guerra, pero los Artículos de Guerra concedían a las cortes bastante libertad a la hora de evaluar las penas. En consecuencia, si dos soldados cometían el mismo delito, pero se enfrentaban a diferentes cortes, podían recibir sentencias muy diferentes. Estas sentencias iban desde unas horas en la prisión militar por ebriedad hasta la muerte en la horca por deserción.
En muchos aspectos, los soldados estadounidenses que lucharon en México eran iguales a sus compañeros de armas de otros períodos. Se quejaban por la comida, protestaban por la incompetencia de los oficiales, menospreciaban las características étnicas de sus enemigos y creían que alcanzarían el éxito militar.