Batallas de la Guerra
La ocupación de México
Por Octavia Herrera
Pese a la dudosa legitimidad de la guerra de Estados Unidos contra México, en general, el ejército profesional de Estados Unidos se comportó con respeto hacia las instituciones y la población del país que ocupó. Un ejemplo de esto tuvo lugar en Matamoros, donde el general Zachary Taylor reconoció al municipio en funciones del momento y defendió su continuidad de acuerdo con el derecho de jus gentium. Esto se convirtió en un patrón en otros pueblos mexicanos, aunque en algunas municipalidades, como Tampico y Veracruz, los municipios se disolvieron y las fuerzas estadounidenses se convirtieron en autoridades militares con funciones civiles.
Mientras estaba en Jalapa antes de avanzar al centro de México, el general Winfield Scott calmó a la población asegurando a las autoridades locales que la propiedad privada, las libertades y las garantías civiles, así como la libertad de culto y religión se respetarían y que los delitos —incluso los cometidos por las tropas estadounidenses— se castigarían. Sin embargo, declaró la ley marcial a fin de controlar las relaciones entre su ejército y las autoridades y la población mexicanas. No obstante, en sus acciones militares, el ejército estadounidense no dudó en usar toda su fuerza, aunque tuviera consecuencias devastadoras para la población civil, como se observó en Monterrey, New Mexico y Veracruz. El sitio de Monterrey implicó un combate feroz que produjo grandes pérdidas materiales para la población. Cuando los habitantes de New Mexico, dirigidos por el lugareño Tomás Ortiz, se rebelaron y mataron al gobernador Charles Bent y a cinco angloamericanos, el coronel Sterling Price reaccionó rápidamente atacando a los rebeldes en Taos. Los principales líderes fueron ejecutados y el resto de los rebeldes se dispersaron. Al enfrentarse a la resistencia y las fortificaciones del puerto de Veracruz, el ejército estadounidense y los marines implementaron un intenso bombardeo de la ciudad del 22 al 26 de marzo de 1847 que causó cerca de quinientas muertes de civiles y cinco millones de pesos en pérdidas por daños a hogares, edificios y mercadería. El general Scott y el comodoro Matthew C. Perry aprovecharon este sufrimiento por parte de los civiles al negar el permiso a los consulados de España y Francia para ayudar en la evacuación de civiles y al presionar al general Juan Morales a negociar la rendición.
La población civil también sufrió los ataques de las fuerzas de la guerrilla contra los invasores estadounidenses porque el ejército de Estados Unidos, como advertencia a las ciudades, los ayuntamientos y todos los alrededores, los hacía responsables de los daños y las pérdidas a su maquinaria de guerra. Uno de esos casos ocurrió en el ayuntamiento de Guadalupe, cerca de la Ciudad de México, cuando el concejo municipal fue arrestado por despojar a un soldado estadounidense de sus armas y su caballo.
Una vez ocupada la Ciudad de México, el general Scott reconoció oficialmente el municipio que estaba a cargo de Reyes Veramendi. También permitió que continuara funcionando la policía local y garantizó que la administración civil siguiera encargándose de los casos judiciales de rutina, excepto cuando las fuerzas estadounidenses estuvieran involucradas o cuando fueran asuntos de naturaleza política. Designó al general John A. Quitman como gobernador militar. Como pago por su protección, el ejército estadounidense le cobró al municipio la suma de 150.000 pesos, que se usó para atender a los soldados estadounidenses heridos durante la campaña. Para cubrir este costo, el municipio entregó dinero de las fuentes de renta del distrito que permanecían bajo su control como la aduana, el correo, el tabaco y las contribuciones directas. Con el transcurso de la ocupación, el ejército de Estados Unidos aumentó su autoridad en algunos pueblos asumiendo el control de las obras públicas, las prisiones y la administración judicial y asumiendo la función de recaudar varias rentas públicas. En la Ciudad de México, el gobernador militar estadounidense autorizó el juego e impuso un gravamen de mil pesos mensuales por mesa.
A fines de 1847, las autoridades militares estadounidenses permitieron la renovación del municipio en la Ciudad de México. Esto iba contra las leyes mexicanas y se hizo a propósito para poner un gobierno de la ciudad que colaborara o aceptara los términos de paz. En consecuencia, se presionaría al gobierno nacional de México, que tenía su sede en Querétaro. Algunos políticos mexicanos tenían la impresión de que para que el país no perdiera su autonomía por completo, debía someterse al nuevo orden estadounidense. Uno de ellos era Francisco Suárez Iriarte, quien comenzó el movimiento para la renovación del municipio de la Ciudad de México. Fue nombrado presidente de la nueva asamblea municipal, que tuvo como una de las primeras funciones cambiar la definición política de ciudad por la de estado. Estas ventajas no evitaron que los ocupantes estadounidenses pidieran un nuevo préstamo de 668.000 pesos, que la asamblea municipal se vio obligada a traspasar a la gente en forma de un impuesto del 6 por ciento sobre los ingresos y otros pagos.
El comercio exterior, antes fuertemente gravado bajo el sistema fiscal mexicano, fue simplificado bajo el control estadounidense de la aduana marítima. Los militares estadounidenses impusieron un impuesto bajo, que ayudó a los invasores estadounidenses a financiar los costos de la guerra y como consecuencia estimuló el contrabando. El monopolio estatal del tabaco también fue abolido así como el impuesto sobre el comercio interno. Durante la ocupación, las fuerzas estadounidenses pagaron sus provisiones, lo que provocó un flujo de dólares en las áreas ocupadas y facilitó la circulación de comestibles y mercaderías.
A los soldados estadounidenses les empezaron a gustar las frutas tropicales que se comían con cáscara y todo. Consumían sebo para velas como sustituto de la mantequilla e intercambiaban cerdo salado y harina por productos locales, especialmente ron. El ron tenía impuestos altos y se impusieron restricciones en su distribución porque no sólo les “hacía perder la cabeza” a los soldados sino que además a veces perdían la vida cuando los campesinos mexicanos lo usaban para alejarlos de sus compañeros. No obstante, las fuerzas estadounidenses causaban pocos disturbios entre los lugareños y se comportaban bien en las iglesias. Desarrollaron un curioso idioma para hacerse entender, especialmente con los vendedores ambulantes de frutas y baratijas. Respetaban a las mujeres, frecuentaban prostitutas y se casaron con algunas, que al finalizar la guerra acompañaron a sus nuevos maridos de regreso a Estados Unidos.
Sin embargo, la conducta de los voluntarios estadounidenses dejó mucho que desear. Después de ocupada un área, cuando quedaba poco por hacer, a menudo recurrían al robo y abusaban de los mexicanos. Esto fue claro desde el comienzo de la guerra, cuando los voluntarios de Texas atacaban los ranchos en el norte de Tamaulipas y Nuevo León. El ejército estadounidense instaló áreas públicas de tortura en la Ciudad de México para castigar a los soldados y a los voluntarios que desobedecían la ley. Allí, los delincuentes estadounidenses y los mexicanos eran flagelados por igual.
Para divertirse en la capital mexicana, los soldados estadounidenses disfrutaban de los espectáculos que ofrecía el Teatro Nuevo México y frecuentaban los salones de baile de las calles Coliseo y Betlemitas. En el Hotel Bella Unión armaron una cantina donde había mesas de juego y prostitutas. Los ciudadanos estadounidenses publicaron varios periódicos durante la ocupación estadounidense de México, en los que informaban los avances de la guerra, promovían el faccionalismo entre los mexicanos y publicitaban varios negocios y espectáculos.